A lo largo de la vida de un navegante se suceden hechos de todo tipo, unos divertidos y otros no tanto. No obstante, nos solemos acordar de los buenos momentos pasados, sobre todo cuando éstos nos han hecho esbozar una sonrisa al acordarnos de ellos algún tiempo después.

En esta ocasión vamos a contar algunas anécdotas que al autor le sucedieron estando a bordo de diversos barcos y con compañeros de tripulación bastante diferentes en su forma de ser.

La primera vez. Esto sucedió hace más de 40 años, cuando un amigo de mi padre nos invitó a dos de mis hermanos y a mí, a navegar por primera vez en su Sirocco, un barco de vela de 9 metros, muy popular en aquella época entre los aficionados a la vela. El caso es que salimos a navegar una tarde de verano, tranquila, con una ligera brisa, pero suficiente para navegar a vela. Los efectos del mareo no se hicieron esperar y pronto los tres hermanos «llamábamos a Hugo», mis hermanos por la borda, pero yo al ser el más pequeño y me imagino que por incontinencia, directamente a la bañera del barco. Había comido de postre cerezas, así que el lector se podrá imaginar cómo quedó  la blanca cubierta de la bañera de aquel noble velero…No obstante, aquel mal rato pasado no influyó en mi posterior afición a la navegación a vela.

Varada involuntaria. Las varadas son uno de los accidentes que suceden con bastante frecuencia en los barcos de recreo. Hay que pensar que al ser barcos de poco calado, muchas veces nos arriesgamos a navegar por aguas someras, que exigen prestar bastante atención al fondo. En aquella ocasión participábamos en una regata en la bahía de Arcachón (Francia). Es una hermosa bahía, resguardada, pero de difícil acceso por un canal plagado de bancos de arena, aunque bien balizado. Dábamos unas bordadas ciñendo, y acercándonos muchas veces a las orillas de la bahía, ya que se trataba de apurar los bordos, sobre todo cuando nos favorecían las roladas del viento. Además íbamos en cabeza y no era cuestión de regalar metros a los adversarios. Como estábamos cerca de la orilla, alguno de los «jefes» comentó: «que alguien baje a echar un vistazo a la sonda por si acaso…». Me ofrecí a ir yo voluntario, con la inexperiencia de mis 19 años. Al ver aquel aparato en el cual giraba un punto rápidamente en círculos alrededor de una pantalla redonda, no entendí nada, y asomé la cabeza preguntando «¿cómo funciona ésto?» y de pronto se escuchó el roce de la orza con la arena y la disminución evidente de la velocidad del barco: habíamos varado y ya no hacía falta mirar la sonda. El barco no sufrió ningún daño, pero la regata se acabó allí para nosotros.

Una gaviota despistada. Estábamos en el mes de enero, en plena travesía del Atlántico, en un barco de vela de aluminio de 17 metros de eslora. Habíamos largado amarras desde Santo Domingo hacía ya unos cuantos días y navegábamos con las condiciones típicas de esa época del año: viento del oeste, cielo cubierto y gris y la ropa de agua como inseparable compañera de nosotros durante toda la travesía. De pronto, un día nos encontramos con un pasajero inesperado: una gaviota se había posado en la cubierta de nuestro barco. Como todo bicho viviente, el instinto de supervivencia le decía que a bordo de ese barco quizás podría conseguir comida. Al principio le dábamos restos de comida por simpatía, pero al final acabamos hartos de ella, sobre todo después de habernos ganado algún que otro picotazo de su afilado pico en nuestras manos, y ya no le hicimos más caso. Como después entró un temporal, nunca supimos si se la había llevado una ola o simplemente había «ahuecado el ala»

Unos spaghettis riquísimos. Uno de los barcos en los que hice muchas millas, tenía una cabina que parecía un submarino. Allí solamente había 6 literas tipo «coy», una cocina muy sencilla, y junto a ella un fregadero por el que casi nunca salía agua por el grifo, pero que sin embargo a veces escupía por el desagüe un agua fétida proveniente de la sentina. Ello era debido a que la bomba de achique que tenía ese barco, compartía con el fregadero el mismo conducto de salida de las aguas de la sentina hacia el exterior. Por ello, al estar escorado el barco a estribor, muchas veces subía ese asqueroso líquido por allí. El caso es que cocinando un día unos simples espaguettis, a la hora de escurrir el agua después de haberlos hervido, como el barco se movía tanto debido a los pantocazos de la ceñida, se me escurrió toda la pasta al fregadero. Como no era cuestión de andar con remilgos, no dije nada y los volví a introducir en la olla. Nadie protestó y todos dijeron después que estaban muy ricos.

El tripulante cancerbero. Solíamos navegar con un compañero de tripulación muy singular, y muy buena persona, que tenía siempre un apetito voraz. Para él nunca era suficiente la comida que le ofrecíamos ya que solía quedarse con hambre. Una de sus lamentos más famosos era: «Nos vamos a morir de hambre»… Además, como era goloso, cuando elaborábamos las listas de la compra, solía recordarnos que no olvidáramos de incluir flanes ya que a él los yogures no le gustaban, a pesar de ser un alimento muy socorrido en un barco. Estábamos haciendo una regata por el sur de Inglaterra y llevábamos navegando dos o tres días. Uno de los tripulantes observó que había unas rebanadas de pan de molde que tenían manchas de moho, y optó por arrojarlas por la borda para que sirvieran de alimento a los voraces peces de aquellas inhóspitas aguas. Al ver aquello, el otro tripulante se indignó, y aunque no llegó a coger la primera rebanada de pan, a la segunda estiró el brazo como el mejor portero de fútbol de todos los tiempos y llegó a tiempo de evitar una gran desgracia para su hambriento estómago.

Continuará