Como continuación de un artículo anterior en el que relatábamos algunas experiencias divertidas vividas por el autor, continuamos aquí con el relato de otras cuatro, que esperamos sean del agrado del paciente lector de nuestro blog.
Un paté olvidado. Participábamos en una célebre regata que se corre en las frías aguas de la Gran Bretaña cada dos años, y un amigo del patrón y armador del barco quiso obsequiarle con un misterioso regalo que no podía ser abierto más que a mitad de la regata. Al no saber lo que era, los tripulantes lo guardaron en uno de los armarios de la cabina del barco con la idea de cumplir los deseos del amigo del armador, es decir, no abrirlo hasta el día indicado. Pasaron varios días, ya que cuando se embarcó dicho objeto a bordo, el barco aún no había largado amarras de Bilbao rumbo a la isla de Wight. Luego estaba la estancia en el puerto de Cowes hasta el día de la salida de la regata, y posteriormente un par de días más hasta llegar al día «D». Ocurrió que desde hacía algún tiempo nos llegaban unos efluvios sospechosos, como de comida en mal estado. Revisamos la despensa, la nevera y todos los espacios donde hubiéramos podido guardar las provisiones, por si acaso había algo podrido. Nada encontramos… hasta que se nos ocurrió mirar en el armario donde habíamos depositado el misterioso paquete-regalo. Lo abrimos y pudimos comprobar, muy a nuestro pesar, que contenía un envase de riquísimo paté, de una tienda de exquisiteces madrileña, pero en tal mal estado que lo tuvimos que arrojar por la borda para no morir por culpa del olor que despedía. Una lástima que no nos hubiera dicho que lo metiéramos en la nevera desde el principio.
Ese dichoso Gps. Estábamos en aguas gallegas, compitiendo en una regata que suele desarrollarse a finales del mes de septiembre. Como es típico en esas aguas y en esas fechas, habíamos tenido bastante niebla y además al plotter le había dado por dejar de funcionar, como suele ocurrir siempre, según la «ley de Murphy». No visualizábamos nada en la pantalla, pero el aparato se encendía y se apagaba sin ningún problema. Probablemente se habría estropeado solamente la pantalla, según deducimos erróneamente, como luego veremos. Finalizamos la regata sin ninguna incidencia digna de ser mencionada. Quedaba pendiente, pues, avisar a un técnico que pudiera reparar el aparato para poder volver a Bilbao con la ayuda del Gps, a pesar de que a bordo había expertos navegantes que hubieran podido prescindir de dicho aparato. Una vez que contactamos con la empresa de electrónica naval que podía arreglarnos el aparato, se desplazó el técnico desde Vigo hasta Bayona, 43 kilómetros de carretera no demasiado buena en aquella época. Una vez a bordo, comprobó que el aparato se encendía correctamente y lo primero que hizo fue mirar si el brillo estaba correctamente configurado. Cuál era nuestra cara de asombro, o de otra cosa que no nombraré por ser una palabra malsonante, cuando al ir pulsando el botón del brillo iba apareciendo en la pantalla el perfil de la hermosa costa gallega. Nos miramos todos, como diciendo, «¿por qué no se nos habrá ocurrido antes a nosotros pulsar dicho botón?». Afortunadamente, el técnico tuvo a bien solamente cobrarnos el desplazamiento y así pudimos ahorrarnos el precio de una hora de mano de obra, que nunca es barata.
¡¡¡Brrr, qué frío!!! Navegábamos una vez más por las frías e inhóspitas aguas de la pérfida Albión, participando en la mítica regata Fastnet. Aunque era el mes de agosto, en el mar por la noche siempre hay una sensación de frío debido a la humedad, que atraviesa incluso las mejores prendas de ropa hasta la misma piel. Después de una guardia de 4 horas en la que no habían faltado maniobras pero que también había sido relativamente tranquila, el que escribe estas líneas fue a despertar a la guardia entrante. Uno de los somnolientos tripulantes, que en ese momento se desperezaba en su litera, me preguntó si había que abrigarse. Como yo me había quedado frío por los motivos anteriormente expuestos, le dije que sí, que se abrigara porque hacía mucho frío. Haciendo caso a mi consejo, el susodicho tripulante se abrigó a base de bien: ropa interior térmica, forro polar, gorro y ropa de aguas. Una vez finalizada la ardua tarea de cubrirse de capas de ropa cual si fuera una cebolla, subió la escalerilla y se sentó en uno de los bancos de la bañera, sudando debido al esfuerzo de ponerse tanta ropa y mentando a mis antepasados porque consideraba que la temperatura no era tan baja como yo le había dicho. Desde aquel día no deja de recordarme aquel sabio consejo que yo le había dado.
Demasiadas velas. El autor estaba contratado como tripulante en un barco de regatas de reciente adquisición en Italia, pero no de nueva construcción, ya que habían pasado 4 años desde su botadura, y además había participado en la regata «Withbread», de vuelta al mundo con tripulación, obteniendo un 2º puesto en la misma. Era un barco rápido y grande, de 25 metros de eslora, y además de dos palos. Para ser más precisos, tenía un aparejo tipo «ketch». Debido a que el número de velas era abundante, había que llevar un buen control de las mismas, ya que en una regata embarcábamos a bordo aproximadamente unas 24 velas. Al tener dos palos, se podían izar en determinados rumbos, hasta 5 velas a la vez y además había diferentes velas para ventolinas, viento fuerte, velas de estay, espinnakers, etc. Esta vez estábamos participando en el trofeo Reina Sofía, en Palma de Mallorca, y era Semana Santa. El día anterior a la primera regata, y después de haber hecho unas cuantas salidas de entrenamiento con tripulantes nóveles en este barco, pero con sobrada experiencia por haber participado algunos de ellos en la Copa América con el equipo de España, se dejó el barco preparado para comenzar la competición con todo en orden. Una de las tareas era el plegado de los espís, que para que se izaran bien en regata, se «empaquetaban» con trozos de lana fina para que no se hincharan antes de tiempo. Con la ayuda de muchos de los tripulantes, se enlanaron bien y se guardaron…. pero en sacos equivocados. Al día siguiente, y después del primer tramo de ceñida, se pidieron dos velas para el siguiente tramo, que era un largo: un espí para proa y una vela de estay para izar entre los dos palos. Una vez izadas ambas velas, ni el espinnaker ni la vela de estay eran las correctas, debido al cambio del día anterior. Así que comenzábamos bien la temporada de regatas. El encargado del orden de las velas, que era el que escribe estas líneas, se llevó tal chorreo por parte del patrón que pensó que de aquella le echaban del barco. Pero no fue así, ya que se aprende de los errores, y en los siguientes días y posteriores regatas, todas las velas estuvieron en su debido saco.
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