Pedro tenía que trasladar un barco desde las islas hasta la costa peninsular. Como el verano estaba llegando a su fín, era complicado encontrar amigos que pudieran acompañarle, de los que supieran navegar. Prácticamente todos estaban trabajando, y los que no, tenían alguna obligación familiar. Por lo tanto, no tuvo más remedio que echar mano de su agenda y del teléfono, y dedicarse a hacer llamadas acompañado de una buena taza de café negro como el alquitrán.
Después de unas cuantas llamadas, consiguió contactar con un conocido que una vez le había dicho que le avisara si le surgía algúna travesía. Casualmente se encontraba unos días de vacaciones, y le encajaban las fechas para poder acompañarle. La única condición era que tenía que llevar a su hijo de 19 años, ya que éste aún no había comenzado el curso en la universidad, y como era un poco desastre en su vida personal, no se fiaba de dejarle solo esos días.
Quedaron un jueves a las diez de la mañana en el barco, con la idea de aprovisionarlo de víveres, combustible y agua, y salir después de comer. En un principio sería un día y medio de navegación, aproximadamente, y el parte meteorológico era muy bueno. Situación anticiclónica sobre la zona, que en el Mediterráneo se suele traducir en brisas locales diurnas, y calmas nocturnas. Por ese motivo Pedro, que era una persona previsora, prefería llenar el tanque de combustible hasta el tope para poder avanzar unas cuantas millas a motor, y no andar racaneando unos euros a riesgo de quedarse escaso y tener que pasar la noche con las velas flameando o arriadas por la falta de viento.
Pedro enseguida les reconoció cuando se aproximaban de lejos por el pantalán. Una persona de unos 45 años acompañada de un joven con el teléfono móvil en la mano y mirando a la pantalla continuamente. Es más, este detalle casi le hace caer varias veces por los cables de luz y mangueras diversas que había repartidas por el pantalán. Además, solamente el padre cargaba con las dos bolsas de ropa para navegar. Sonrió para sus adentros, imaginándose al chaval cuando fueran alejándose de la costa, perdiendo cobertura y sin posibilidad de cargar el teléfono, salvo que el muchacho hubiera sido previsor y dispusiera de un cargador de doce voltios, lo cual era cuestionado por Pedro en sus pensamientos. Ni mucho menos tenía la intención de informarle que a bordo no se podría cargar el teléfono con un cargador normal, una vez largaran amarras. Que espabilara.
A las 15-30h, y después de haber comido una magnífica paella en el club, regada con un buen vino blanco de la zona, lanzaban el último cabo que les mantenía amarrados al pantalán. Mientras embocaban la bocana del puerto, recogían las defensas y quitaban la funda de la botavara, Pedro observó que el teléfono del joven sobresalía por el bolsillo trasero del pantalón y le advirtió de ello. Es más, le dijo que era recomendable guardar el teléfono en la cabina, durante las maniobras, en previsión de una caída fortuita del mismo al agua. Ni caso, como oir llover. Él se limitó a mirarle con cara de póker y a consultar la pantalla una vez más. Probablemente estaría chateando con alguien mediante el guasap y no era cuestión de que un viejo le dijera lo que tenía que hacer con su teléfono, faltaría más. Su padre también se lo aconsejó pero sin éxito.
Izaron la mayor y posteriormente desenrollaron el génova. Había viento del suroeste, de fuerza 3, que enseguida les subió la corredera a 7 nudos. Además, dentro de la bahía no había prácticamente ola, y la roda cortaba el agua como un cuchillo. Pedro le dijo a su amigo: «coge el timón, por favor, que voy a marcar la posición en la carta y a sacar el rumbo al cabo».
En cinco minutos se escuchó una voz desde dentro: «rumbo doscientos quince grados, dos uno cinco». Era Pedro, indicándole el rumbo al timonel. El joven se quedó perplejo al escucharlo. «¿Rumbo? ¿grados? éste está como una cabra. Primero me dice que guarde el móvil y luego nosequé de rumbos y grados…yo lo flipo»
Con ese viento, tendrían que ceñir, pero probablemente por poco tiempo ya que aquella era una brisa local, de la bahía. A medida que fueron abandonando el resguardo de los cabos que la cerraban, el viento fue ganando en intensidad y las olas también, a pesar de que no había más que una ligera marejada, lo normal para ese viento.
Posteriormente el viento fue amainando poco a poco, hasta quedarse encalmados y mecidos suavemente por la marejada. Pedro decidió arrancar el motor, y como estaba anocheciendo y no había demasiado tráfico de barcos, decidió ponerse a cocinar un puchero de guisado, bien aderezado, para que pudieran entrar en la noche dignamente cenados y con el cuerpo caliente. Le pasó el relevo a su amigo, indicándole el nuevo rumbo ya que habían caído a sotavento unas millas, después de haber navegado amurados a babor unas cuantas horas. Ahora sí que podían hacer rumbo directo al cabo y comenzaban a alejarse de la costa.
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