Después de cenar, Pedro estableció los turnos de guardia. Harían la primera guardia el amigo y su hijo, ya que la noche estaba tranquila y el tráfico de mercantes no se empezaría a notar hasta al cabo de unas horas. Por lo tanto, la primera guardia sería de 22-00h a 01-00h. Pedro haría la siguiente, de 01-00h a 04-00h y después otra vez el amigo y su hijo. De este modo, calculaba que cuando él saliera de su última guardia nocturna, estarían en aguas libres de mercantes, y además comenzaría a amanecer enseguida.
Como rutina, Pedro recordó a su amigo que si veía algo raro le despertara sin dudarlo, y que extremaran la vigilancia, ya que era probable que divisaran pesqueros, con el peligro que ello conllevaba. Además recomendó que se amarraran a la línea de vida y que no abandonasen la bañera salvo para entrar en la cabina. También indicó las revoluciones adecuadas del motor. Antes de acostarse en su litera, echó un vistazo al motor, quitando la tapa del guardacalor. Era una costumbre que había adquirido después de muchos años de experiencia en la navegación. Tenía en cuenta que al motor de un barco de vela no se le suele prestar tanta atención como al de un coche, y por lo tanto siempre le gustaba mirarlo cada dos horas aproximadamente, para observar cualquier fuga o cosa rara.
Estaban ya bien alejados de la costa y habían perdido cobertura telefónica. Pedro se había dado cuenta que el muchacho enredaba en su teléfono con cara de disgusto. Él hacía tiempo que lo había apagado para ahorrar batería. También solía dejarlo en modo avión mientras no lo utilizaba. Además llevaba otro teléfono de tarjeta, no inteligente, de batalla, para el caso de que el otro se fuera al agua o se quedase sin batería. El joven preguntó a su padre:
– «Papá, ¿te funciona bien el teléfono? ¿tienes cobertura? El mío hace tiempo que no, ¡que raro!».
Su padre le contestó:
– «Es normal, hijo, estamos alejados de la isla y ya no tendremos red telefónica hasta que nos acerquemos de nuevo a la costa»
El hijo:
– «Pues vaya faena. Ahora que estaban contando mis amigos un montón de cosas en el chat… Además tampoco me funciona la música, ni facebook, ni nada…»
Esto lo dijo malhumorado, pero su padre le contó que hasta hace pocos años no existían ni siquiera los teléfonos móviles y que si querías llamar a tierra tenías que hacerlo mediante la radio del barco, y a través de la estación costera correspondiente.
El muchacho se pasó toda la guardia intentando sacar información del teléfono de alguna manera, pero era imposible al no haber cobertura. Además se iba quedando sin batería y cuando quiso enchufar el cargador, comprobó que no cargaba porque no tenían corriente alterna, solamente 12 voltios de corriente continua.
Un cuarto de hora antes de la una, el amigo de Pedro le despertó para la guardia. Pedro se desperezó y se puso la ropa de aguas, ya que había mucho relente al estar despejado el cielo. Hacía una noche espectacular, con la bóveda del cielo plagada de estrellas. Se preparó un té y salió a cubierta. Al principio no veía nada ya que venía deslumbrado debido a la luz de la cocina. Mientras, su amigo le fue informando de los barcos que había próximos. Como ya estaban entrando en la ruta marítima hacia el cabo donde se dirigían, comenzaban a verse las luces de tope de algunos mercantes.
Antes de que se fueran a dormir los otros, Pedro marcó la situación en la carta con las coordenadas que le proporcionó el Gps. Estaban en el rumbo correcto y además reconoció dos faros que le confirmaron la posición mediante un par de demoras simultáneas.
Por fín se quedó solo en cubierta, disfrutando de la noche. Iban a motor, pero comenzaban a notar un leve terral proveniente de la costa. El olor inconfundible de tierra le traía recuerdos de sus primeras navegaciones nocturnas, hacía ya treinta y tantos años, cuando hacía sus primeras regatas por la costa del Cantábrico. Sobre todo, recordaba su primera recalada en Santander, después de una noche dura de chubascos, cuando iba de tripulante en un barco de madera. Le impresionó el dédalo de boyas que tuvieron que sortear para entrar en la bahía, y además haciendo bordadas de ceñida porque el viento soplaba del noroeste.
Cuando se entabló el viento, y después de tener que variar un poco el rumbo debido a dos mercantes que venían a rumbo de colisión, soltó el enrollador del génova y lo desplegó cazando la escota. El viento les entraba por el través y el barco comenzó a ganar velocidad. Puso el motor en punto muerto, y al de un rato lo apagó. Otra sensación que siempre le había gustado a Pedro era la de parar el motor y escuchar solamente el ruido del agua al deslizarse por el casco, acompañado del crujir de las escotas tensándose con el viento.
Se le pasó muy rápida la guardia, ya que cuando menos lo esperaba miró su reloj y marcaban las cuatro menos cuarto. Puso el piloto automático y bajó a despertar a sus dos compañeros de tripulación. Les puso a calentar agua en la cocina y subió a echar un vistazo en todo el horizonte para cerciorarse de que les dejaba una guardia tranquila. Estaban solamente a 6 millas de la costa, y Pedro comprobó que comenzaban a recuperar la cobertura del teléfono. No le dio mayor importancia, puesto que una de las cosas que más le gustaba a bordo era dejar el teléfono apagado y desconectarse del exterior.
Salieron su amigo y su hijo a cubierta, una vez desayunados, y como vio al muchacho muy abatido por la falta de batería en el teléfono le dejó su cargador de 12 voltios para que pudiera enchufarlo. A éste se le iluminó el rostro y se lo agradeció sinceramente. Además, como ya tenían cobertura, comenzaron a escucharse todo tipo de tonos, según los mensajes que iban llegándole al teléfono. Pedro sonrió y pensó: «cómo han cambiado los tiempos…»
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