Era un personaje peculiar. Su pelo cano y su ancha cara, cruzada de cicatrices, mostraban un tormentoso pasado vivido entre cubiertas de barcos, tabernas portuarias y tugurios de mal vivir. Tenía unas manos enormes, terminadas en unos antebrazos popeyescos. Mostraba una mirada franca, con una sonrisa amplia, y una boca en la que a pesar de su bronco pasado, no le faltaba ningún diente (probablemente sus puños habrían hecho saltar más de uno en diversas bocas ajenas). Había sido contramaestre de la Armada inglesa y después de licenciarse se había enrolado en diversos buques mercantes de carga general en la época en que aún no existían los contenedores. Posteriormente compró un viejo barco de madera en Inglaterra y navegó en solitario hasta la costa española. Durante esa travesía casi naufraga puesto que las tablas del casco estaban tan podridas que tuvo que taponar varias vías de agua.
Ahora bien, eso no quería decir que no fuera un buen marino y nos lo demostró en una agradable tarde de verano fondeados en una cala menorquina. Pedro, nuestro patrón, arranchaba la cubierta del barco, mientras estibaba todos los artilugios veraniegos que estorbaban a la maniobra. El bote auxiliar había sido colocado en el triángulo de proa, boca abajo y bien trincado con sus cinchas. El motor ronroneaba al ralentí y el molinete estaba conectado, listo para virar la cadena de nuestra ancla cuando Pedro diera la orden.
Mientras apurábamos nuestro té vespertino en la bañera, observamos al patrón del viejo gaff-cutter que, fondeado a un cable de nuestro barco, largaba los matafiones de la vela mayor mientras el barco borneaba alrededor de su ancla. Una mujer permanecía en la popa del barco sin ayudar en nada al patrón. Una mayor cangreja de esas dimensiones, hubiera necesitado por lo menos a dos o tres tripulantes normales para poder ser izada pero el contramaestre –como se le conocía- se valía por sí mismo para hacer todas las labores a bordo de su barco.
Comenzó a halar de la driza de la mayor mientras los garruchos ensebados se iban deslizando por el palo. Tardó poco menos de un par de minutos en izarla. La vela comenzó a gualdrapear con la ligera brisa que soplaba desde tierra, y el contramaestre se dirigió hacia la proa para poner el molinete en funcionamiento. A pesar de que tenía el motor arrancado, se veía que iba a realizar la maniobra enteramente a vela.
Una vez que tuvo el ancla arriba y bien trincada, y mientras el barco abatía hacia sotavento poco a poco, corrió a popa para hacerse cargo de la gran caña que gobernaba aquel vetusto barco. Cayó a babor mientras ajustaba la cangreja y puso el barco a rumbo hacia la boca de la cala, pasando la caña a la mujer. Se dirigió entonces a la base del palo e izó un foque y posteriormente la trinquetilla. Tomó de nuevo el timón y trasluchó las velas a estribor para arrumbar hacia la Isla del Aire, mientras cazaba las tres velas él solo.
Nos dejó asombrados con la maniobra. Nosotros levamos nuestra ancla y posteriormente, proa al viento, izamos la mayor. Una vez arriba, pusimos rumbo hacia la boca de la cala, mientras desenrollábamos el foque, y fuimos cayendo poco a poco hacia el Sudeste para pasar el freo que separaba la isla de tierra. El viento soplaba del norte y posteriormente tendríamos que dar bordadas para remontar la parte este de la isla y embocar hacia el puerto de Mahón.
Pronto divisamos a lo lejos el barco del contramaestre, al sur de la isla. Seguramente el viento le había hecho abatir. Nosotros arrumbamos ligeramente a babor para darnos un margen en el paso entre tierra y la isla.
Superado el estrecho ceñimos a rabiar amurados a babor. El bordo no era malo, ya que nos acercaba bastante a la bocana del puerto. El barco del contramaestre no se veía. A pesar de ser un barco más lento que el nuestro, nos llevaba ventaja y era probable que estuviera dentro de la cala que forma el puerto de Mahón. El viento se mantuvo hasta que estuvimos a media milla de la entrada. El sol estaba ocultándose bajo el horizonte y la virazón moría poco a poco. Decidimos arrancar el motor y encendimos las luces de posición.
Le alcanzamos a la altura de la Isla del Lazareto, entre penumbras. Llevaba encendido un viejo fanal de alcance en la popa y navegaba despacio, a unos dos nudos de velocidad. Hicimos el habitual saludo con el brazo, nos lo devolvió, y en su rostro pudimos ver la expresión de satisfacción de un marino de verdad, que disfrutaba navegando en su viejo barco a pesar de todos los avances tecnológicos. Se podía afirmar que el contramaestre era un gran marino.
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