Ocurrió hace muchos años en un puerto del Mediterráneo, en la costa del levante español. Pedro había recalado en un pequeño puerto cuya actividad comercial había sido abandonada hacía tiempo. La dársena apenas estaba protegida por un dique de escasa longitud, pero proporcionaba suficiente abrigo para la mar y el viento del este, que en esos momentos soplaba con gran intensidad afuera.
No tenía planeada aquella recalada, por supuesto, pero el levante que se había levantado al amanecer le había obligado a ello. Aún quedaban muchas millas para doblar el cabo de Palos y tenía suficiente margen de tiempo para entregar el barco en Ibiza. El cabo de Gata no le había dado problemas, puesto que la mar estaba en calma, como un plato. Incluso le había permitido fondear en una de sus pequeñas calas para darse un chapuzón. Aunque el agua estaba fría, la claridad de la misma invitaba a hacerlo.
La costa aquella era abrupta, puesto que a partir del cabo de Gata la Mesa de Roldán, con su faro de gran potencia, y las restantes montañas, presidían la costa con su color rojizo y aridez característica. Había barajado la zona aquella, tranquilo, con poco viento y una punta de motor para aumentar algo el viento aparente. Era una manera de navegar aprendida por Pedro en sus largas travesías y mediante la cual se ahorraba combustible ya que las revoluciones del motor eran bajas, y sin embargo el barco avanzaba a seis nudos sostenidos. A vela no hubiera andado más de dos o tres nudos con aquel viento escaso.
Pedro revisó las amarras y defensas, y después de comprobar que todo estaba en orden, bajó a la cámara para preparase una taza de té. Mientras estaba en la cocina, vio a través de uno de los portillos cómo se paraba delante del barco un hombre viejo, con profundas arrugas en su curtido rostro y una vetusta boina ajustada a su cabeza. Vestía unos pantalones de lona, camisa de cuadros y un jersey marinero de color azul con pinta de tener muchas millas encima. Fumaba un cigarro de los de liar y sus ojos vivos miraban con gran curiosidad la cubierta del barco.
Pedro decidió salir a la cubierta y saludó al personaje, invitándole a subir a bordo. El hombre saludó a su vez, y aceptó la invitación. Con un ágil movimiento embarcó, ayudándose de uno de los obenques. Su voz era grave y estaba interesado sobre todo en las velas. Con mirada profesional inspeccionaba las costuras y terminaciones de las mismas. Entonces, sin que Pedro le preguntara nada, comenzó a contarle su vida de marino.
Había navegado en los pailebotes (especie de goletas) que hacían cabotaje por los puertos del Mediterráneo, principalmente desde las costas españolas hasta Francia y por supuesto las islas Baleares. Estos barcos transportaban todo tipo de mercaderías: madera, sal, conservas, vinos, aceites, textiles, etc. Solían tener dos o tres bodegas y una capacidad de carga que oscilaba entre las cien toneladas de los más pequeños hasta las mil toneladas de los mayores. Al cumplir los diez años, su padre que también había sido marino, le embarcó en uno de estos buques. El primer día en la mar fue duro para él: mareos, caídas, golpes, quemaduras con los cabos…no parecía que aquel tipo de vida estuviera hecha para aquel muchacho. No así para los demás que tripulaban el barco. Gente curtida en la mar. Muchos de ellos habían comenzado a navegar casi con los dientes de leche aún en sus bocas.
No obstante, algo de aquello caló en él. A pesar de los sufrimientos padecidos, el mar le había atrapado. El olor a salitre, el sonido del agua deslizándose por el caso, el silbido del viento en la jarcia…Todo eso ejercía sobre él un magnetismo misterioso que le haría difícil no volver a pisar la cubierta de ese velero u otro similar.
Siguió relatándole a Pedro cómo aprendió el duro oficio, primero como grumete y posteriormente como marinero de primera ya con dieciséis años cumplidos. Eran años duros, en la postguerra, cuando lo único que podían echarse a la boca era un mendrugo de pan y lo que pescaran durante sus travesías. Ahí aprendió también a cocinar las calderetas de pescado en las que nunca faltaban las socorridas patatas, que en los barcos duraban mucho sin estropearse.
Siempre le había picado la curiosidad sobre cómo estaban hechas las velas. Básicamente eran paños de algodón de recia composición, cosidos con puntadas entre ellos. También constaban de ollaos, refuerzos hechos con cabo en las relingas y trozos de cuero en las zonas donde más rozamiento sufrían. Ya en aquella época se cosían las velas con máquina pero inevitablemente se rompían con el uso y había que repararlas a bordo. Por ello, uno de los tripulantes estaba especializado en la reparación y cosido de las velas, era el maestro velero.
Éste le enseñó poco a poco a coser las velas con las grandes agujas, el rempujo y el hilo encerado. También se necesitaban los punzones para poder fijar las velas a la cubierta y que no se desviaran las costuras. Al principio sus manos aún no estaban acostumbradas al manejo de dichas herramientas y se le formaban abundantes callos y heridas que además no cicatrizaban con el salitre y la humedad que había en el barco. Posteriormente eso dejó de ocurrir porque se le endurecieron tanto que podría haber partido un ladrillo sin hacerse daño.
Un día sufrió un grave accidente subiendo a la jarcia para envergar una de las velas. Resbaló y cayó sobre la cubierta fracturándose varios huesos. Esto le obligó a permanecer varias semanas en reposo y además nunca se recuperó del todo. Le quedó una cojera permanente. Con la pensión de invalidez y los modestos ahorros que tenía, pudo ir saliendo adelante a base de muchos sacrificios. Cuando podía, ayudaba a reparar velas y redes en el puerto, lo que le proporcionaba una pequeña cantidad extra para subsistir. Vivía en la residencia de marinos jubilados y allí pasaba el resto del tiempo hablando con otros compañeros de oficio y relatándose mutuamente sus experiencias vividas a bordo de aquellos recios barcos.
Bruscamente el hombre pareció volver al presente y se despidió de Pedro con un lacónico “buenas tardes”, y deseándole una buena travesía. Pedro le siguió con la vista y poco a poco vio cómo se perdía entre los abandonados tinglados del muelle, al igual que se había perdido el modo de vida que aquella persona encarnaba.
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