Era una noche tormentosa de invierno en el Cantábrico. El mal tiempo había comenzado con el ritual de siempre. Primero se divisaron unos cirros en el cielo el día anterior, un día despejado y soleado, por lo demás. Por la noche comenzó a soplar el viento del sudoeste. Primero flojo, pero a medida que avanzaban las horas, con mayor intensidad.
Pedro leía en la cama de su casa, precisamente, un libro que narraba temporales reales vividos por diversos navegantes en diferentes partes del mundo. Era un libro que, en base a las experiencias de los tripulantes, sacaba conclusiones útiles para cualquier persona que se viera en una tesitura como aquellas.
Las rachas hacían crujir el tejado de madera de la casa. Estaba expuesta a los vientos del sur, pero una colina la protegía del viento del noroeste. En ese momento Pedro se imaginaba estar a bordo de un barco y agradecía estar en tierra firme. Ya había pasado varios temporales a lo largo de su vida de marino como para tener que pasar de nuevo por aquello. Al calor del hogar se estaba bien, por qué negarlo.
Pero en otro lugar había un barco de motor amarrado a una boya en la desembocadura de una ría, que en ese mismo instante tiraba con fuerza del orinque.
El muerto era suficientemente pesado y resistente para aguantar los tirones que hicieran falta, pero el grillete de unión del orinque con el muerto había dicho basta y estaba a un tris de romperse definitivamente, cosa que ocurrió unos instantes más tarde.
La corriente estaba vaciando en ese momento, y por lo tanto el barco fue arrastrado fuera de la ría, apareciendo en medio de la bahía. Una vez fuera del influjo de la corriente, siguió abatiendo hacia fuera por las fuertes rachas que seguían soplando del sur.
De madrugada el viento roló al noroeste, que era lo previsto en cualquier temporal del Cantábrico. En ese momento el barco se encontraba a cuatro millas de la costa y seguía flotando, en la posición de equilibrio que le proporcionaba la forma de su casco.
Al día siguiente sería probable que apareciera estrellado contra algún acantilado de la costa ya que el viento y las olas lo empujarían sin remedio hacia allí.
Mientras, algunos barcos mercantes pasaban cerca del barco, preguntándose los oficiales de guardia qué demonios hacía un yate de ese tipo navegando de noche en aquellas condiciones y además sin las luces reglamentarias de navegación. Pensaban que había navegantes de recreo que estaban locos.
El barco fue aproximándose a la costa, pero con la fortuna de estar embocando la entrada de un importante puerto comercial. Había librado los bajos de la costa, milagrosamente, y seguía en aguas profundas. Probablemente no tendría tanta suerte más tarde, ya que era factible que acabara embarrancando en alguno de los rompeolas. El de mayor tamaño estaba orientado en dirección nordeste-sudoeste y hacia allí le empujaban el viento y las olas. En la otra parte de bahía había una punta rocosa con un dique a medio construir, donde rompían siempre las olas por la poca profundidad que allí se registraba.
Amaneció y el barco fue divisado desde la torre de Salvamento Marítimo justamente cuando ya se encontraba a una milla del puerto interior. Inmediatamente enviaron una embarcación de la Cruz Roja Del Mar, que se aproximó con intención de tomarlo a remolque. Les extrañó que en el barco no hubiera nadie y que además estuviera cerrado del todo, con las lonas protectoras aún puestas y las defensas colgando de los costados.
Abordaron el barco para hacer firme el pie de gallo del cable de remolque, con la mala suerte de producirle un pequeño desperfecto al casco en la aproximación, pero sin consecuencias graves. El resto del barco estaba sin ningún daño. Lo remolcaron hasta el puerto deportivo y allí quedó amarrado.
Esta historia es real, y se puede sacar la conclusión de que ese barco tenía buena estrella, porque navegar a la deriva durante horas, dieciocho millas náuticas, y no acabar varado en la costa, había sido un golpe de suerte extraordinario teniendo en cuenta las condiciones de mar y viento que hubo aquella noche.
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