Pedro escuchaba ruidos de motor diesel entre sueños, acompañado de una conversación a gritos en portugués y español. Le llamó la atención y le espabiló, puesto que no le encajaba lo que podía estar sucediendo. De pronto, vio entrar en la cámara a uno de los tripulantes con dos centollos en ambas manos y salir de nuevo en compañía de dos botellas de vino. Después escuchó cómo se deseaban buena travesía y el rugido del mismo motor mientras aceleraba y el sonido se perdía en la lejanía. Enseguida le explicaron que mientras navegaban con poco viento, vieron acercarse a un pesquero que simplemente quería obsequiarles con un poco de marisco. Fue un buen detalle por su parte, y ellos también se llevaron dos botellas de magnífico “Rioja” a cambio. A la hora de comer, Miguel, uno de los tripulantes, los preparó muy bien. Todo lo que le faltaba de experiencia como tripulante de barco, lo tenía como buen cocinero y mejor compañero de tripulación, a pesar de la úlcera de estómago que le mortificaba de vez en cuando.
Al mediodía, Pedro preparó su sextante para tomar la meridiana. A pesar de navegar con el Gps, le entretenía hacer la medición, además de servirle para no olvidarse de hacer los cálculos. Era la medición más sencilla, aunque también le gustaba bajarse unas estrellas al horizonte al amanecer y al anochecer. Eso requería algo más de precisión, pero siempre era satisfactorio saber que si un día alguna mano perversa pulsaba “off” en el botón rojo de los satélites de navegación, él podría orientarse mediante los astros sin depender de la electrónica. Mientras siguieran publicándose los almanaques náuticos y las tablas de navegación, no habría problema. Todo era cuestión de práctica.
La observación le dio una mínima diferencia con el Gps, que les situaba a unas sesenta millas al nornordeste de las islas Berlengas, el siguiente punto de recalada. Navegaban con buen viento y rápidos, haciendo una media de ocho nudos y medio. No estaba mal, para haber estado unas horas casi encalmados durante la noche. Pedro aprovechó que estaba en la mesa de derrota para consultar el libro de “Faros y señales de niebla, parte 1”, del Instituto Hidrográfico de la Marina, para poder reconocer bien los faros de la Berlenga grande y del cabo Carvoeiro, que se verían con un pequeño intervalo de tiempo entre ambos.
El faro de las Berlengas indicaba un escueto “DB 10s”, lo que significaba que verían un destello blanco cada diez segundos. Tenía un alcance de 27 millas. El faro de cabo Carvoeiro lo verían algo más tarde porque estaba siete millas más al sur. Pedro decidió pasar entre las islas y el cabo. Al oeste de la isla, aparte de las Farilhoe, un archipiélago pequeño, estaba establecido un dispositivo de separación de tráfico y no deseaba verse inmerso en el berenjenal del tráfico de buques mercantes. Bastante era aguantar por el canal 16 de Vhf el martilleo de conversaciones entre los griegos y los filipinos: “filipino monkey, do you like?…” y otras groserías que no nombraré, como para pasar cerca de ellos.
Anocheció, y sobre las once avistaron por la amura de estribor una luz blanca. Comprobaron el periodo con el cronómetro, y coincidía con el del faro de la isla. Cayeron unos grados a babor y esperaron a divisar el faro de Carvoeiro. Éste apareció una hora más tarde por la amura de babor. Llevaban un rumbo correcto, a pesar de que no se librarían de los muchos pesqueros que probablemente saldrían del puerto de Peniche. El faro del cabo daba tres destellos rojos cada quince segundos.
Pedro situó el barco en la carta mediante dos demoras para cotejar la situación con el Gps. Además echó un vistazo al derrotero número 2, tomo ll: “Costas de Portugal y Sw de España”. Aunque había pasado el freo numerosas veces, le dejaba más tranquilo revisar las instrucciones que durante siglos habían escrito los marinos que habían navegado por la zona. En un principio, con las condiciones que tenían de viento, mar y buena visibilidad, el citado derrotero no indicaba peligro para pasar el canal entre la isla y la costa. No obstante, habría que vigilar la posición a menudo para no verse aconchados hacia tierra. Como pasarían durante la marea vaciante, la corriente tiraría hacia el noroeste y solamente les frenaría algo la velocidad. No obstante y si no amainaba el viento, pasarían rápido por allí y al amanecer estarían arrumbados hacia el cabo Roca, siguiente punto de recalada.
A Pedro le recordó lo de las Berlengas cómo hacía unos cuantos años, siendo más joven, había participado en una regata desde el sur de Inglaterra hasta Cadiz, y al llegar allí tuvieron noticias de que iban muy bien situados en la clasificación. Sobre todo, la alegría de ir por delante de su más directo competidor. Ese día abrieron una botella de vino de gran reserva del año 1970, para celebrarlo, que les supo a gloria. Esta vez no iban de regata, pero navegaban realmente rápidos.
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