«¡¡Todos a cubierta, rápido!!» Pedro escuchó esta orden justo cuando estaba soñando que viajaba en un tren que traqueteaba y se movía excesivamente por las vías. Realmente, ese sonido que imaginaba como un traqueteo era el producido por el flameo de las velas, largadas más de lo normal para que el barco no escorara en exceso, y el movimiento eran las cabezadas y los consiguientes pantocazos que daba el casco cada vez que remontaba una ola y caía en su seno.
Participaban en una regata en el Atlántico, que hacía un recorrido desde Lisboa hasta las islas Azores, a bordo de un barco de 12 metros de madera. Era éste un barco antiguo de regatas, que había participado, entre otras, en la mítica Fastnet de 1979, siendo uno de los pocos que sobrevivió sin grandes averías. Aquello había sido una gran tragedia para el deporte de la vela y supuso un punto de inflexión en las medidas de seguridad que se adoptaron a partir de aquel momento.
«Agradable despertar», pensó. Es cierto que cuando había finalizado su turno de guardia, el viento se había entablado del NW y comenzaba a soplar con fuerza pero aún no habían decidido un cambio de vela porque llevaban izado el génova pesado y todavía aguantaría unos nudos más de viento. Lo que ocurre es que al final, como dice el famoso refrán: «el mejor momento para rizar es cuando se piensa», es decir, que tarde o temprano habría que quitar trapo. Además era el peor cambio de vela que existía: del génova pesado al foque número 3, con lo que pesaba el dichoso génova pesado, haciendo honor a su nombre.
Pedro arrió el aparejo que permitía que su litera estuviera horizontal a pesar de la escora, artilugio muy práctico y que se utilizaba mucho en los barcos de regata. Se puso las botas rápidamente y le dio el tiempo justo para coger la chaqueta impermeable, ya que la situación apremiaba. Le habían asignado el puesto de piano, es decir, encargado de izar y arriar las velas desde las correspondientes mordazas, pero como ahora llevaba el barco la otra guardia, le tocaría ir a proa a recoger la vela que iban a arriar, o sea, un planazo.
Salió a cubierta totalmente cegado por la luz interior del barco y se agarró a lo primero que pudo, que era un pasamanos que quedaba cerca del tambucho. Uno de sus compañeros, mareado, «llamaba a Hugo», como decían coloquialmente cuando alguno de ellos se asomaba por la borda para vomitar, debido al sonido onomatopéyico que se producía al hacerlo. Esto significaba un tripulante menos para ayudar (estaban en total 8 a bordo). Enseguida, le pasaron desde el interior de la cabina el extremo del largo saco del foque número tres. Tiró de el, que por cierto pesaba una barbaridad. Era lógico ya que el tejido tenía más gramaje que cualquiera de las velas más ligeras del barco. Una vez en cubierta se lo pasó al encargado de la maniobra de proa del barco, que por cierto venia de allí chorreando agua por todo el cuerpo. Las olas hacía rato que barrían sistamáticamente la cubierta.
Pedro se acercó gateando al palo con mucho cuidado y se enganchó el arnés de seguridad, que llevaba incorporado en su chaqueta de aguas, a un cáncamo en el propio palo. Puso mucho cuidado en no cruzar el arnés con ninguna escota. Este era el clásico fallo que podía cometerse de noche, pero era perro viejo y había pasado muchas situaciones como ésta a lo largo de su dilatada trayectoria de navegante. Confiaba en que los de la guardia hubieran tenido la precaución de revisar bien la maniobra antes del arriado e izado de la antigua y nueva vela, respectivamente. Cuando abandonó su guardia anterior, antes del crepúsculo, se había comprobado que las drizas no tenían vueltas y que la maniobra en el palo estaba clara. Si no, menudo follón se podría organizar…
El proa preparó el foque en el estay, enganchó la driza y Pedro amarró las escotas al puño correspondiente con sendos ases de guía, el nudo más fiable y utilizado a bordo de un barco. Comprobó que las escotas estaban claras y se lo comunicó al jefe de guardia. Enseguida se escuchó entre el rugir de las olas la orden de izado de la vela. Ésta comenzó a deslizarse por el estay, mientras Pedro iba tirando de la driza con fuerza desde el palo. El foque daba violentos gualdrapazos, los cuales eran peligrosos si te cogía el puño de escota, formado por un anillo de acero que podía lastimarte en unos segundos la cara o cualquier otra delicada parte del cuerpo. Los del piano, a la vez, iban cobrando de la driza que llegaba desde el palo. Era éste un trabajo que debía hacerse perfectamente sincronizado con el tripulante del palo para que éste no malgastara sus energías. Cuando el foque tres estuvo arriba, se le dió la tensión adecuada y se prepararon para hacer una virada a la banda contraria para facilitar el arriado del génova, ya que éste quedaría en barlovento y se deslizaría sobre el foque recién izado.
«¡¿Listos para virar?!…¡¡Viramos!!», se le escuchó rugir al jefe de guardia. Viraron sin mayores problemas, salvo el remojón de una ola que justamente rompía en ese momento. Una vez finalizada la virada, se colocaron en la posición adecuada para recoger el génova, lo cual suponía estar entre arrodillado y sentado en la amura de sotavento, con el consiguiente riesgo de hombre al agua si no se tomaban precauciones. La operación de aferrado de la vela fue dura pero no ocurrió ningún percance. Le amarraron unos tomadores a la vela y la llevaron al interior del barco donde, como pudieron, la metieron en el saco alargado. Por supuesto, se metió gran cantidad de agua dentro del barco que hubo que achicar, pero eso ya le tocaba a la guardia que estaba en ese momento. Pedro se cambió de pantalón, se secó como pudo y se metió de nuevo en su saco de dormir, donde cayó profundamente dormido.
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