Acabamos de alquilar un barco. Aparentemente todo está en su sitio y ordenado. El barco además está limpio y nos han dejado en la nevera unas cuantas bebidas de cortesía. Los camarotes están bien equipados, con suficientes armarios, perchas para la ropa, cajones, almohadas y sábanas limpias. Echamos un vistazo a la cámara del motor a pesar de que el comercial nos ha asegurado que está recientemente revisado. El aceite está en su nivel correcto, hay líquido refrigerante y no se ven manchas en la bandeja de la sentina.
Subimos a la cubierta y allí también todo está bien arranchado. Las velas descansan en sus enrolladores, tanto el de la mayor como el del foque. Como no hay viento en ese momento, desenrollamos el foque. Se ve con buen aspecto; aún el apresto hace que la vela esté dura y mantenga su forma. También desenrollamos la mayor y ocurre lo mismo: está prácticamente nueva y con una forma correcta, a pesar de que las mayores enrollables nunca son como las que se pliegan sobre la botavara.
Si el parte meteorológico se cumple, tendremos una buena travesía hasta las islas. El Mediterráneo en esta época del año es como una balsa de aceite y probablemente tendremos que hacer trabajar al “foque de hierro” o motor unas cuantas horas.
Ahora planteo la siguiente cuestión: ¿estamos realmente preparados para afrontar la entrada de, por ejemplo, una turbonada imprevista en los partes meteorológicos? Se comprende que cuando un golpe de viento atrapa a un barco, es complicado marinarlo correctamente porque a menudo nos sorprende sin estar preparados. Lo que ocurre es que si el barco dispone de suficientes aparejos y velas adecuadas, es probable que poco a poco podamos “domar” a ese barco desbocado y sin gobierno.
Y uno de los aspectos fundamentales son las velas que se lleven a bordo. Antiguamente, cuando no existían los enrolladores de vela, lo habitual era disponer de varios foques, cada uno adecuado para un viento específico, y de una mayor de capa, para cuando el viento fuera tan fuerte que ni siquiera con toda la vela rizada se aguantara la escora. Los navegantes solitarios suelen disponer de tres estays en proa en los cuales llevan aparejadas las correspondientes velas diseñadas para diferentes intensidades de viento. Lo que ocurre, es que en un barco de alquiler o en un crucero de día, salvo que seamos previsores, no tendremos dichas velas.
Cuando comienza a refrescar el viento y no disponemos más que de enrolladores para las velas, no nos queda más que comenzar a cobrar del cabo del enrollador, ejerciendo mucha tensión sobre el tambor del mismo, y además deformando la vela, que suele quedar excesivamente embolsada. Es cierto que permite reducir la escora y facilita que el barco se gobierne mejor, pero las tensiones que se transmiten sobre todo el sistema son excesivas.
La mejor solución sería instalar un estay de trinqueta volante, de modo que cuando no lo utilicemos podamos recogerlo junto al palo. Existen sistemas de anclado rápido, tipo mosquetón de pelícano, que en poco tiempo permiten anclar el estay en su cáncamo sobre cubierta. Incluso se puede llevar colocado si no tenemos que virar, con la trinqueta sujeta por los mosquetones a dicho estay. Esto impedirá que se nos pueda ir al agua con una ola.
Nos quedaría ver qué hacemos con la mayor en caso de que el viento arrecie. En este caso la solución es quizá más sencilla. Si la vela trae de fábrica varias fajas de rizos, será suficiente con reducir la vela tomando dichos rizos. La otra opción es una vela de capa, pero es difícil de envergar si no disponemos de un carril o guía en el palo, paralelo al de la vela mayor. La mayor de capa suele ser muy resistente y el puño de escota va libre, pasando por encima de la botavara. Debemos tener en cuenta que soplando mucho viento, la botavara supondría un gran peligro para los tripulantes y por ello conviene amarrarla firme mediante la escota y un par de retenidas hacia las bandas.
Por último, también se recomienda que tanto la vela de capa como el tormentín, o en su caso la trinqueta de viento, sean de colores vivos como el naranja o el amarillo, para que puedan ser vistas desde otros barcos cuando hay mala mar.
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